27 agosto 2012

toros en bilbao/ dos insondables misterios, frente a frente


Plaza de toros de Bilbao, 26 de agosto. Novena y última de las Corridas Generales. Toros de Victorino Martín bien presentados y encastados y de muy variado comportamiento. A destacar los peligrosos segundo y tercero, o el noble quinto y el exigente cuarto. Diego Urdiales (ovación, ovación y una oreja en el que mató por Javier Castaño), Javier Castaño (ovación en el único que mató) y Luis Bolívar (silencio y una oreja). Alrededor de media plaza (unos 6.500 espectadores).

Al límite, tarde de toros y de toreros de una pieza. De verdades absolutas y emociones intensas: del estado de pánico y el imperio del toro indómito a la conmoción del toreo profundo y, en esencia, poseedor de la bravura. Una corrida de toros ejemplar, de esas en las que sales flotando del coso, medio conmocionado, tras haber sentido ese zarpazo rotundo que es la grandeza de la Fiesta en su máxima expresión. La explosión perfecta de dos insondables misterios, frente a frente: el toro (toro) y el valor del torero que lleva hasta cierto punto su propa vida.

Y en Bilbao, que, pobrecita, un poco más y no se entera. Lo llegan a sentir de verdad, a corazón abierto, y Diego Urdiales y Luis Bolívar habrían sido sacados a hombros por la puerta grande en apasionada manifestación radical por el toreo. Radical porque así se expresó el toreo, tal cual desde la misma raíz frente a una corrida de Victorino Martín encastada o más, y rica de matices: de los indómitos y excesivos segundo y tercero a la encastada dulzura del corrido en quinto lugar o a la seriedad del hondo cuarto o a la capacidad de respuesta de primero y sexto. Una corrida de toros, vaya.

Y frente a esos seis, tres torerazos. Diego Urdiales cuajó una tarde soberbia, sin más. Mató tres toros por el percance de Javier Castaño, lo dio todo, derrochó esa torería que le convierte en un gigante de cuerpo menudo y en la plaza, donde cobró dos serias volteretas, se entregó en cuerpo y alma hasta el llanto y el triunfo final. Pura entrega a la vida, al toreo, por aquello que dijo José Tomás. Pues Urdiales, al pie de la letra.

El cárdeno primero, puntas hacia arriba y no muy expresivo de cuello, sí tuvo la capacidad de romper por abajo. Pero un mundo le costaba. Urdiales y su sentido del toreo, asumido que pocas embestidas regaladas suele encontrarse en sus caminos, se fueron hasta esa línea donde todo es posible y frente a un Victorino al que, precisamente, no se le podían hacer cucamonas. Y ver a Urdiales agarrado a su concepto, el cuerpo encajado y la muleta presentada sin retorcimientos ni doblamientos, planchadita, y tomar la embestida repensada, pasársela por la faja y alargarla y rematarla era un crijido en sí mismo. De toreo, de qué sino. Del intento al natural uno de pintura y el siguiente vino rebozado, enganchado por dentro y certero el zarpazo. Sin temple era un problema. La resolución del Diego de Arnedo, ovacionada.

Y salió el segundo. Todo un prenda que de primeras metió a Castaño en un callejón sin salida para amenazarlo con la navaja al cuello. Lo encerró contra las tablas, le arrancó el capote, lanzó un puñado de cornadas al aire que cortaron la respiración y le dijo que ojito, oiga. Indómito el victorino: además del peligro que lució, la casta desbordada que acumulaba, mucho poder y aviesas ideas, todo junto. Amenazado Castaño, amenazó al certero piquero Tito Sandoval echádole los pitones al cuello del caballo, y la verdad es que el toro no se picó conforme. Sangró poco y donde no tocaba. El único que consiguió lucimiento y se demonteró fue David Adalid con los palos.

De lidia sobre los pies, Castaño porfió en exceso. ¿Y si lo sometía? Pura quimera. Intempestiva la embestida, tirando a dar, y pese a saberlo lo cazó en un movimiento rapidísimo por la corva y de la paliza le dejó tocadas dos costillas. Castaño ya no saldría de la enfermería.

El tercero sacó también contenido en la línea de los indomables de Victorino. Mucho más que alimañas. Bastante más, el guapo cárdeno claro no tuvo misericordia de la cuadrilla de Bolívar, que las pasó canutas y se hizo amo y señor del ruedo. Altivo y sin que nadie lo sometiese, fue otra película de terror en la que gran parte de Bilbao acabó aplaudiendo al toro e incomprensiblemente pitando a Bolívar. Una reacción digna de estudio psiquiátrico o la constatación de que la emblemática afición del norte ha perdido el idem.

Más en el ruedo que en los tendidos, pero arriba también, se palpaba el estado de pánico. Otro Victorino indomable queriendo arrancar cabezas, no. Y salió el cuarto. Un Victorino sin una armadura exagerada, pero con una hondura y seriedad para quitar el hipo. Toro, toraco y más todavía por sus formas. Su embestida y exigencia. El saludo de capa a manos bajas y poderosas tuvo emoción. El toro, madurez y temple. Fijeza y entrega a la perfección de las telas. Por eso repitió con codicia a la muleta de Urdiales, que más cerca imposible pasárselos hasta que la voltereta y una feísima paliza obligaron a cortar una faena que estaba siendo de poder a poder entre el riojano y en Victorino de nombre 'Hechicero' de nota. El espadazo fue de auténtico torero macho. Y la vuelta al ruedo, la misma gloria.

El quinto, 'Bostecito', fue del cielo. La nobleza en modo albaserrada en su máxima expresión: hocicando, repitiendo, dejando estar cuando todo sucede fluido. Hasta tercio de quites tuvo este Victorino: Urdiales por delantales y media brutal; Bolívar, por chicuelinas. La faena de muleta fue muy para el toro. Aprovechando el tranco, metiendo distancia, enganchado la embestida muy por delante. La primera fue serie de seis y el de pecho. Pulso y tacto. La segunda de cinco, con el toro a más y torero cada vez más mandón. Y en los medios, muy ligado a compás abierto. Lo único que cerró Bolívar fue los terrenos conforme la faena y las distancias se acotaron, de los medios al tercio. Pero profundidad, la misma, con la mano abajo y la embestido sin levantar el hocico de la arena, y por los dos pitones la conjunción. La estocada y redondez y mérito de la obra, era de dos orejones de Bilbao. Mas no se enteró ni Dios, que dicen que es de Bilbao también.

A 'Bostecito' lo había cuajado Bolívar con largura y profundidad y hasta los doblones embistió con entrega. Son las cosas de la casta. Para que ésta aguante sin renunciar ni vaciar el depósito, dicen que es necesario que salgan otros indómitos y desmedidos.

Urdiales cerró la tarde y feria con 'Pachuqueño', que tendría que haber sido el segundo de Castaño. El destino de las embestidas no regaladas se repetía. Esa forma de llegar, exponer y de una caricia con la bamba o la panza traerse atrás a la cadera quebrando sólo ligeramente la cintura una embestida sucedió por el izquierdo cuando el derecho había renegado. Toro muy zancudo y de poco descolgar o más bien nada, se tragó tres series al natural inventadas que fueron un milagro de pura torería. A la desgana del Victorino, el empaque de Urdiales sin aditivos que hasta renegó de la musiquita de Matías --quien por cierto tampoco estuvo al nivel de semejante tarde de toreo, torería y las emociones de la casta--. La muleta a la altura del toro, primero, para acabar sacádole la muleta por debajo de la pala y bajarle un par de palmos la gaita: la magia del toreo, la estocada y la emoción de la sentida torería que se ha dejado la piel.

¡Cuántos misterios!


PS: Y dicen que la Junta Administrativa ha premiado como mejor corrida la de Jandilla. Está claro ya, la afición bilbaína está edulcorada, con el rumbo perdido y la casta ya no les interesa.

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